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Entre la COVID-19 y la (in)sensatez: ¿Quién le pone el "cascabel" a las colas?

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Cualquiera diría que, a fuerza de ser tan asiduas,las colas están arraigadas en el ADN social del cubano.

Y cada vez que se pone en primer plano el tema, pareciera “llover sobre mojado”. Se han (des)gastado sensatas líneas a analizar las colas y, con ellas, a quienes las protagonizan. Pero en los días en que vivimos las más alarmantes páginas de la COVID-19 en el país, se acaloran los debates y la preocupación generaliza la convocatoria a soluciones más expeditas y efectivas.

Sobre todo con el récord negativo de 1 012 contagios en un día, registrado este sábado e informado en comparecencia televisiva el domingo; la cifra más alta desde los primeros casos de la pandemia en marzo de 2020. Sin descartar los 906 nuevos casos reportados este lunes, correspondientes al cierre del 31 de enero. Solo en el primer mes de 2021 se alcanza similar registro al de todo el año precedente.

Ningún establecimiento que oferte servicios o productos a la población escapa a esas distendidas aglomeraciones, independientemente de la moneda y la nomenclatura de rubros para el expendio: tiendas, panaderías, agromercados, bodegas, farmacias, bancos, casas de cambio, cajeros automáticos, unidades de Oficoda y prácticamente cuanta oficina para trámites permanezca activa.

Las imágenes se repiten de una ciudad a otra, salvando la distancia obvia de la capital respecto a otros territorios, dada la proporcionalidad directa entre densidad de población y número de establecimientos existentes.

Las miradas en torno a las causas son multifactoriales. En primer lugar, el estado deficitario de productos de alta demanda en la red minorista, en su mayoría artículos de primera necesidad, cuando más aprovisionamiento precisa la población para cumplir en mejores condiciones con el confinamiento.

También caen en esa cuenta los propietarios de negocios asociados a la elaboración y venta de alimentos (para llevar o con servicio a domicilio) que deben garantizar los insumos correspondientes en días de mayor demanda y concurren a las mismas tiendas donde compra el pueblo. Tópico este último en el que subyacen otros análisis dirigidos a la necesaria definición de mercados mayoristas de abasto para quienes ejercen actividades económicas bajo esa forma de gestión y, así, proteger las ofertas a la población en las tiendas de la red de comercialización minorista.

La constante afluencia de coleros y revendedores ha hecho de estas aglomeraciones un (mal)hábito y “marca”, en más de una dirección, el flujo ¿normal? de las colas. Lo hace tanto en detrimento del bolsillo de muchos, con los efectos de la tríada acaparamiento-especulación-disparo de precios, como en perjuicio de la salud de aún más personas. Sin contar que –en la mayoría de las ocasiones, para no absolutizar–, operan en redes, controlan listados informales con antelación absurda, marcan para varias personas en distintas fases de la cola y caen en la reventa de turnos para quienes no pueden seguir la lógica de lo que debería transcurrir por orden de llegada y de prioridad.

Por otro lado de la fila, están quienes no tienen más remedio que esperar un turno, a la vuelta de horas, para abastecerse. Y aquí entran algunos casos con un cuadro familiar que requiere de una mirada más sensible. Si bien es cierto que se prioriza una lista paralela de personas con necesidades físicas especiales y de la tercera edad, la misma está limitada a un número reducido de beneficiados cada día.

La otra fisura de la medida radica en que pierde de vista a ciertos grupos sociales. ¿Acaso las madres de niños menores, que son cabezas de familia y no tienen con quien dejarlos en casa, no resultan también vulnerables?Es cierto que la salud de nuestros infantes no compite –al menos, no debe– con ninguna otra prioridad para los padres, sin embargo, a veces la garantía de su salud pasa también por la satisfacción de necesidades básicas que ponen a sustutores entre la espada y la espada : la disyuntiva de tener que salir a comprar y la de no tener a quien confiarles su cuidado, mientras que de salir con ellos el riesgo de la exposición podría tener una factura verdaderamente muy alta. ¿Cómo ser padres, encima de esa cuerda, y no arriesgar a nuestros hijos en el intento?

En este sentido, sería pertinente evaluar la protección a los núcleos familiares que viven esas realidades y replantear su inclusión en medidas adoptadas en anteriores fases del distanciamiento social y físico. Por ejemplo, el apoyo de trabajadores sociales en el acercamiento de productos, con lo cual se beneficiaron antes muchos adultos mayores en el país. Obviamente, preservando la atención siempre prioritaria a este importante grupo etario que habla de los altos índices de envejecimiento de la población en Cuba no como un problema, sino que defiende la longevidad como conquista social. En cuidarles los años y respetarles las canas, nos va también la vida como país y la sabiduría como proyecto.

Se reconoce cuán significativo ha sido el aporte de fuerzas policiales para administrar orden y desbrozar a las colas de determinada serie de irregularidades, con el consiguiente sacrificio que para ellas entraña este encargo. No obstante, se sigue marcando desde la noche anterior o en la madrugada y se siguen vendiendo turnos. Ponerle coto a los revendedores y coleros parece ser un cuento más largo, o al menos del mismo género “literario”, que el de la Buena Pipa.

¿Por qué no reevaluar la generalización de buenas prácticas que hablan de orden y equilibro en la distribución y la venta? Y me refiero a la experiencia de algunos territorios donde se han vendido, mediante la libreta de abastecimiento y de manera escalonada, ciertos surtidos; aunque cada núcleo no compra lo mismo, sí todos alcanzan algo.

Las colas, “enfiladas” en el imaginario social casi como tradición o, mínimo, una costumbre mal enraizada, pasan hoy por el filtro de nuevas calibraciones y por la definición de una estrategia con acciones clave de respuesta, que enfoquen las distintas caras del prisma.

La sensatez y el autocompromiso encabezan la lista de soluciones, pero lamentablemente la práctica cotidiana ha demostrado que no podemos dejar únicamente a la conciencia individual la respuesta a problemas colectivos, arrastrados por un espacio de tiempo más extenso que cualquiera de estas colas.

Si dejamos el tema en “letra muerta”, estaremos siguiéndole el juego a estas verdaderas incubadoras de propagación de la pandemia; se exige, en cambio, mecanismos de control y de enfrentamiento que terminen, de una buena vez, poniéndole el cascabel a las colas.

De nuestra inteligencia social como ciudadanos y, en particular, del concurso eficaz de los decisores en los gobiernos locales, depende en buena medida que nuestra sociedad no recicle estas viejas insatisfacciones ni siga pagándoles, de su bolsillo y paciencia, a coleros y revendedores. El cascabel está alto, pero no es inalcanzable.

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