Artemisa

Identidad, historia, personalidades

Lo que podemos llegar a ser

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Tenían razón nuestros maestros cuando en medio de la angustia o las travesuras nos hablaban de lo extraordinario de ser estudiantes. Repetían una y otra vez: “disfruten esta etapa; una vez fuera de la escuela, extrañarán tantos trajines”. Adolescentes al fin, lo veíamos lejano e incierto; era imposible notar cómo el tiempo pasaba frente a la pizarra, entre libros, lápices, notas y saberes.

Contar los años, soñar con la universidad y el “qué nos gustaría ser”, intentaba halarnos al futuro, pero faltaba mucho. Nunca pasó por nuestra mente que extrañaríamos levantarnos más temprano, los matutinos, el sonido de la campana, el compañero de mesa, los horarios de merienda, aquellas clases de excelencia, escribir la fecha al inicio de cada materia o el regaño pertinente.

Todavía recuerdo mi asiento de preescolar, el inigualable olor de los libros o cuadernos recién impresos donde aprendimos a escribir, a la maestra que forjó el amor por la redacción en secundaria o la exigencia en el preuniversitario República de Indonesia.

Escribo este último nombre para agradecer el sitio que cultivó en mí valores, teorías, recursos… y, lo más importante, el desvelo por la profesión y el buen ejercicio de la superación. En algún bolso está guardado el uniforme azul que usé durante tres años, en una escuela a la cual debo gran parte de cuanto soy.

¿Cómo olvidar los teoremas matemáticos que la profesora Miriam nos enseñó con dulzura (y la asignatura es fuerte), los lirismos y estilos de Martha Crespo, cada pasaje histórico contado por el profe Reinier (Tuto), los alcanos, alquenos y alquinos de Elisandra, la perfecta pronunciación en inglés de la teacher Elena, los sistemas del cuerpo humano impartidos por Viera, y el ponderable respeto que mereció Alberto, el director, desde el día cero?

Todos llevamos guardado en el corazón los mejores momentos, o las desavenencias que, por alguna razón, nos hicieron sentir afligidos pese a tener finales felices.

Pasamos cerca, entramos, escuchamos las voces en sus aulas y sentimos cómo se nos devuelve a una etapa imposible de describir, porque lo vivido fue extraordinario. No se repetirá, pero nos complace decir que pertenecimos a esa institución eternamente joven, de donde salieron maestros, doctores, ingenieros, abogados, técnicos… y periodistas.

Ser estudiante es un placer, uno al que no podemos renunciar porque luego pesa. De él aprendemos a administrar el tiempo, a organizarnos, a ser disciplinados y a desarrollar habilidades imprescindibles en el futuro. El camino se ve largo mientras estamos frente a los libros y, a la vez, resulta inexplicable el goce de sentirnos útiles.

En mi preuniversitario conocí como entrelazar ideas y formar párrafos, supe de pedir silencio en medio de un reporte estudiantil para la radio, tuve apoyo y emprendí el esfuerzo. Jamás dudé de la pasión que le ponían a esa clase que nos permitió, tres años después, llegar a convertirnos en baluartes de libertad, sin desprendernos de la influencia de nuestros educadores.

Ese encanto es exclusivo para el alumno: ¡se los aseguro!

Tomado del artemisadiario

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