24 de febrero de 1895: Otra vez el grito de ¡Independencia o muerte!

En vísperas de 1895 estaban dadas las condiciones para reiniciar el levantamiento organizado por José Martí, quien para concertar voluntades y preparar la contienda fundó el Partido Revolucionario Cubano y el periódico Patria; luego convenció a los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo de sumarse a su plan como jefes del Ejército Libertador, paso que acentuó el carácter radical de la revolución y consolidó la autoridad del Partido entre los jefes principales de la Guerra Grande.

El Apóstol fue capaz de hallar los códigos necesarios para librar a la causa insurrecta del escepticismo que lastraba a no pocos de los veteranos, impregnar de espíritu patriótico a los jóvenes, acabar con las rencillas que dividían a los revolucionarios e integrar a los elementos dispersos.

Otro propósito quimérico logró el Partido de la unidad: institucionalizó en la emigración el Día de la Patria —cada afiliado donaba un día de haber— y recaudó los fondos que les permitieron financiar la insurrección mediante esfuerzos propios. Resultaba vital para el golpe rápido que las circunstancias demandaban.

Desde la conquista de California y la compra de Alaska, Estados Unidos anhelaba lanzarse a la arena mundial con China como meta, por cuya repartición pugnaban las potencias de la época. Un obstáculo se interponía: sus escuadras del Pacífico y el Atlántico distaban mucho entre sí; para auxiliarse tenían que bordear Suramérica hasta el estrecho de Magallanes. Necesitaban de un canal en el Istmo que acortara el tramo y les permitiera brindarse auxilio mutuo en caso de conflicto. La protección del canal demandaba establecer una base en Guantánamo; mientras una estación carbonera en Manila, antesala del Gigante Asiático, les facilitaría operar contra sus adversarios. España, en posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas era todo lo que necesitaban.

Como organizador de la guerra, Martí afrontó un gran desafío y se anticipó a todos los pensadores revolucionarios de su época. Sus “Escenas norteamericanas”, con las que dio a conocer en el resto de América a Estados Unidos, lo llevaron a estudiar esa sociedad y descubrió su germen corrosivo: “Una aristocracia política ha nacido de esta aristocracia pecuniaria, y domina periódicos, vence en elecciones, y suele imperar en asambleas […]”, advirtió (Martí, t. 9, 2004: 119-120).

Mayor fue su inquietud cuando esa casta confesó su interés de establecer la base en Guantánamo. El debate generado en torno a la anexión lo indignó. “Sólo el que desconozca nuestro país […] puede pensar honradamente en solución semejante: o el que ame a los Estados Unidos más que a Cuba” —definió en carta abierta el 10 de octubre de 1887 (García y Moreno, t. II, 1993: 32).

Dos meses más tarde, el 17 de diciembre, propuso a Gómez intercambiar acerca del modo más rápido y certero de hacer la guerra. No anduvo con rodeos sobre el objetivo de la urgencia: “Impedir que con la propaganda de las ideas anexionistas se debilite la fuerza que vaya adquiriendo la solución revolucionaria” (Martí, t. 1, 1975: 219).

Martí debió plantearse el tema de la independencia como un problema universal. Solo una Cuba emancipada del coloniaje —con una república antimperialista de base social y popular—, podía impedir a Estados Unidos extenderse por las Antillas y caer con la fuerza bruta sobre nuestra América. ¿Qué hacer?: forjar conciencia. “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra” —escribió en su ensayo “Nuestra América”, en el que esbozó un concepto esencial: “Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados” (Martí, t. 6, 1975: 15). Literalmente se refería a los acorazados botados al agua por los astilleros yanquis, para conquistar la supremacía de su Armada en los océanos Atlántico y Pacífico.

Acababa el primer lustro de la década y la descomposición de la sociedad colonial se había acelerado en la Isla como secuela de los problemas estructurales resultantes de casi cuatro siglos de coloniaje y los efectos de la crisis económica mundial. Decenas de miles de jornaleros vinculados a la industria cañera vagaban hambrientos por el país; al tiempo que la recesión y una política impositiva irracional sumían en la ruina a la mayoría de los vegueros de Pinar del Río, donde un hambre agónica y una desnudez vergonzosa se enseñoreaba al interior de los hogares de los productores de la mejor hoja de tabaco del mundo.

En las ciudades y núcleos urbanos, la situación empeoraba cada vez más: frente al incremento de la carestía de la vida, una orden fiscal gravó en un 10% los sueldos de los empleados públicos y los salarios de los maestros fueron reducidos.

Frente a las contradicciones que brotaban por doquier, España tenía un solo asidero: las bayonetas. Una campaña de descrédito en la prensa integrista pretendía sembrar la matriz de que Gómez era un viejo ambicioso a quien la edad incapacitaba para toda empresa militar. Martí no pasaba de ser un loco o un farsante, en cuya prédica no había más que engaño para robar a los tabaqueros de Cayo Hueso y Tampa el producto de su trabajo.

Entretanto, el espionaje español acechaba a los revolucionarios. Uno de los golpes más afectivos lo dieron al poner bajo su control al hombre designado por Gómez para encabezar el levantamiento en Occidente: el mayor general Julio Sanguily, quien mantenía un desproporcionado tren de vida dada su adicción al alcohol, los juegos de azar y las parrandas.

En la Guerra Grande el general Vicente García registró en su diario que Julio comerciaba con el enemigo; en la paz, intimó con el general español Manuel Salamanca y a partir de 1890 cobró una pensión asignada por el gobernador colonial. En febrero de 1893 se apareció en Fernandina, playa aislada en el condado de Nassau, al noreste de La Florida, seleccionada por Martí como punto de concentración de las armas.

El Apóstol desconfiaba de Julio; lo sabía vanidoso y locuaz, dos debilidades que constituían una amenaza para el ordenamiento secreto de la guerra, y en carta a Gómez se quejó de “…la incomprensible familiaridad con que se hablaba en La Habana de nuestros detalles más íntimos después del viaje seguro y repetido al Cayo y a verme de Julio Sanguily, y el trastorno causado por la publicidad e impunidad de él en la organización adelantada de la Isla […]” (Martí, t. 2, 1975: 322).

¿Estaba paranoico Martí? ¿Podía un general mambí actuar con tanta ligereza? Es poco creíble. Los hechos apuntan contra él: “Tengo noticias, cuya comprobación persigo, acerca de una expedición proyectada, la que con fuerza numerosa y bien armada se supone debe partir de la isla Fernandina en un barco de vapor a cuya adquisición se destinan los fondos: la he comunicado también al consulado de Cayo Hueso con las referentes personas relacionadas con este presunto proyecto […]”, notificó el 20 de marzo de 1893 a Madrid el entonces capitán general de la Isla, Alejandro Gómez Arias (Rodríguez García, t. II, 2005: 332-333). O sea, no más producirse el regreso de Julio a La Habana las autoridades peninsulares se pusieron sobre los pasos del plan martiano.

A finales de 1894 todo estaba listo. El 8 de diciembre se suscribió el “Plan de alzamiento para Cuba coordinado al movimiento de Fernandina”: tres vapores (Baracoa, Lagonda y Amadís), trasladarían hombres y armas hasta Santa Cruz del Sur, la costa norte santiaguera y Las Villas, con pocos días de diferencia.

En Cuba, Guillermón Moncada, Bartolomé Masó, Francisco Carrillo y Julio Sanguily se pronunciarían con igual sincronismo. Martí y Gómez proyectaron la mayor simultaneidad posible para asestar un golpe fulminante que impidiera a España enviar refuerzos. Dentro y fuera del país solo se esperaba el mandato.

El 9 de enero de 1895 el Lagonda cargó y quedó listo para zarpar; entretanto, el Amadís y el Baracoa  se aproximaban a Fernandina. En el último minuto Martí fue a ultimar los detalles con el coronel Fernando López de Queralta, a quien Serafín Sánchez y Carlos Roloff recomendaron para armar la expedición que los conduciría hasta Las Villas.

Sobre López de Queralta pesaba un antecedente: dados sus inexplicables yerros durante el plan Gómez-Maceo, en 1886 Antonio puso en duda su lealtad; Sánchez y Roloff ignoraron la alerta. El Apóstol estaba radiante, tenía conciencia del impulso que brindaría el factor sorpresa y ya se veía en la manigua; nunca imaginó lo que le esperaba: López de Queralta contravino las medidas estipuladas, envió por ferrocarril las cajas de cápsulas descubiertas y facturó la carga como artículos militares en franca violación de sus instrucciones; no bastándole, reveló los detalles a su alcance y el fin de los preparativos al capitán de la nave —un corredor sin escrúpulos.

El 10 de enero la Secretaría del Tesoro orientó detener el Amadis. Fernandina se llenó de agentes federales. La prensa armó un escándalo y los propietarios del Lagonda y el Baracoa notificaron que sus barcos fueron contratados en similares condiciones.

Fueron ocupadas más de 100 cajas con armas para 600 hombres. La policía practicó registros en Jacksonville; pero como Martí se hospedaba con nombre falso nadie lo conocía. El fiscal dictaminó que no existía delito y decretó “ilegal” la ocupación; pese a ello el presidente estadounidense Grover Cleveland dispuso la incautación provisional. “Nos quedamos sin barco, sin armas y sin dinero. Solo había seiscientos pesos disponibles, después de pagado todo” —narró Enrique Loynaz del Castillo (Loynaz, 2001: 107). Lo más grave, se perdió el factor sorpresa: puesta sobre aviso, España armó cuatro buques con varios regimientos para reforzar sus fuerzas en la Isla.

De Jacksonville Martí regresó a Nueva York. Preocupado ante la posibilidad de que la policía intentara detenerlo o que la prensa sensacionalista que lo acechaba llegara a ubicarlo, se refugió en la casa de Ramón Luis Miranda, su médico y amigo personal. Miranda lo narró años después:

“Imposible me es poder bosquejar el estado de excitación nerviosa en que se encontraba Martí; se paseaba incesante de un lado a otro de la sala, intranquilo, lamentando lo que acababa de suceder, meditando en lo que debía hacerse, sin desmayar en su empresa. Apenas concilió el sueño esa noche; pero al día siguiente y los sucesivos, ya elaborado su plan, con su fácil concepción, con asombrosa actividad lo desenvolvió; conferenciaba con los generales Enrique Collazo y José María Rodríguez, escribía numerosas cartas para los jefes de Cuba, con el fin de fijar el día del levantamiento, suscritas por él y por los generales Collazo y Rodríguez […]” (Miranda, 2012: 108).

Lejos de producir desaliento, los ánimos de la emigración se agitaron. Desde Madrid, el 24 de enero de 1895 Ana Betancourt le escribió a Gonzalo de Quesada: “…esos perros yanquis nos hacen todo el mal que pueden […]. Martí tiene el don de conmover los corazones con su entusiasmo y su fe. Aúna a un alma templada al fuego de grandes ideales, una inteligencia vigorosa y cultivada. Su palabra vibrante y levantada transmite al alma de sus oyentes sus sentimientos. Martí es un carácter […]” (Betancourt, 1968: 43).

En respuesta a una demanda recibida desde Cuba, el 29 de enero de 1895 Martí elaboró la resolución que autorizó el alzamiento simultáneo —o con la mayor simultaneidad posible— para la segunda quincena de febrero. Fue suscrita por Mayía Rodríguez, en representación de Gómez, y Enrique Collazo, a nombre de la Junta Revolucionaria de Cuba.

Para llevarla a la Isla fue comisionado Juan de Dios Barrios, un humilde torcedor de tabaco residente en Tampa. Camuflada dentro de un puro que se preparó en la fábrica de Blas Clemente Fernández OʼHalloran, la orden de levantamiento cruzó el estrecho de la Florida a bordo del vapor Mascotte, que cubría la ruta Tampa-Cayo Hueso-La Habana.

Cuando Juan Gualberto Gómez la recibió, reunió en su casa a los organizadores del movimiento en La Habana y Matanzas. Convinieron que la fecha idónea era el domingo 24 de febrero, día de fiestas carnavalescas; luego enviaron dos emisarios con la propuesta al resto del país.

Juan Tranquilino Latapier, estudiante de derecho de la Universidad de La Habana, contactaría en Oriente con Guillermón Moncada, Bartolomé Masó y José Miró Argenter; en la Perla del Sur con Luis Lagomasino. Los cuatro confirmaron. Pedro Betancourt, presidente de la Junta de Matanzas, hablaría en Las Villas con Francisco Carrillo. Este no estuvo de acuerdo, no tenían armas ni estaban preparados y, según alegó, Gómez le había ordenado esperar hasta que se produjera su llegada a la manigua.

Betancourt regresó en tren a Colón y en el andén lo esperaba el coronel Joaquín Pedroso, quien calificó de disparate la negativa de Carrillo. “…la revolución estaba en marcha, y de suspenderse el levantamiento habría que empezar de nuevo […] el gobierno estaba sobre aviso, por lo cual ellos serían detenidos. Convenció a Betancourt de la necesidad de engañar a Juan Gualberto. Se acordó cursarle un telegrama con el texto «Carrillo bien», el cual el delegado aceptó como que Carrillo aceptaba la fecha del alzamiento, y dio la orden” (Souza, 1949: 17-20).

A Camagüey no fue nadie. Salvador Cisneros Betancourt prometió secundar la insurrección; pero los camagüeyanos no estarían entre sus iniciadores.

“Aceptados giros” —telegrafió Juan Gualberto a Martí (Pichardo y Portuondo, 1989: 206). Con esta respuesta en la mano, el 31 de enero partió a República Dominicana. Antes escribió a Maceo una segunda carta —la primera fue el 19 de enero—: no le era posible detenerse en detalles; el vapor estaba por zarpar: “Salgo. Bien ve Ud. a lo que vamos. La Isla salta y aun aguarda un poco. Acá, soberbio espíritu, y hoy mejor. Solo falta llegar” (Cabrales, 1996: 66).

La Junta de La Habana acordó partir hacia el campo el 20 de febrero, para evitar que los sorprendieran las autoridades coloniales. Ramón Pérez Trujillo, uno de los diputados de la Cámara que participó en el golpe de Estado contra Céspedes, les aseguró que el Partido Liberal Autonomista se disolvería cuando el país se levantara, como solicitaba Martí.

Faltaban 96 horas para la consumación de los sueños postergados; de repente, Manuel Sanguily abogó por aplazar el alzamiento. El 22 de febrero Juan Gualberto discutió con él y Julio Sanguily ratificó su compromiso de encabezar las fuerzas de Occidente; mas esa tarde envió una carta a Pedro Betancourt pidiéndole 2 500 pesos porque se hallaba en una situación precaria, “al extremo de que tenía empeñados el revólver y el machete” (Miró, t. I, 1970: 352). A las 10 a.m. del 23 se apareció en la casa de Juan Gualberto y le dijo que por “dificultades materiales no se podía embarcar”. Pospondría su salida para el 24 (Pichardo y Portuondo, 1989: 174).

Juan Gualberto, Antonio López Coloma, Juan Tranquilino Latapier y otros diez compañeros abordaron el tren de Ibarra. Disponían de 50 rifles Winchester nuevos y 10 000 tiros, adquiridos en La Habana. Al amanecer del 24 de febrero se daría el grito de ¡Viva Cuba libre!, como se comunicó a Martí.

Julio Sanguily y Pedro Betancourt nunca aparecieron en Ibarra. Poco antes de las 6 a.m., López Coloma despertó a Juan Gualberto y lo llevó hasta un extremo de la habitación: el jefe de la estación ferroviaria lo alertó de que un tren cargado de soldados había salido de Matanzas con la misión de detenerlos.

“Convinimos en no esperar más, y a esa hora, dándonos gran prisa, ensillamos los caballos que teníamos a mano, y cargando cada uno con tres rifles, nos lanzamos en son de guerra” —narró Juan Gualberto (Ubieta, t. I, 1911: 370). A pesar de la ausencia de los jefes principales, resolvieron cumplir la palabra empeñada.

Mientras sus hombres esperaban por él en Ibarra, a Julio Sanguily lo “sorprendió” la policía en su mansión del Cerro; no encabezaría la caballería occidental como a todos prometió. Durante las próximas 48 horas las autoridades ocuparon 260 kg de pólvora en dos depósitos clandestinos de La Habana y detuvieron a dos importadores de armas que colaboraban con la junta revolucionaria.

Juan Gualberto y López Coloma fueron detenidos junto a sus compañeros menos de una semana después. Al primero lo condenaron a 20 años de prisión y lo enviaron a Ceuta; al segundo, lo ejecutaron en La Cabaña el 26 de noviembre de 1896. De camino hacia el pelotón de fusilamiento la turba le llamó “perro mambí” y un capellán le abofeteó el rostro. No se arredró, encaró la muerte con los gritos de “¡Viva Cuba libre!” y “¡Viva la independencia de mi patria!”.

En Occidente se produjeron otros pequeños alzamientos: en Jagüey Grande, Matanzas, Martín Marrero se levantó con 41 hombres. Esperaron por Pedro Betancourt hasta la tarde del 25 de febrero y el 26 entablaron fuego con el enemigo en Palmar Bonito. Luego se acogieron al indulto.

Marrero huyó a Francia y de allí pasó a Estados Unidos, para regresar en la expedición de Calixto García en 1896. En Sabana de los Charcones —a 17 km de Aguada de Pasajeros—, Cienfuegos, se levantó el habanero Joaquín Pedroso con nueve hombres, a los que se sumaron 39 de la partida de José Álvarez Arteaga, Matagás, antiguos bandoleros de la comarca. Tuvieron el primer choque con los españoles el 4 de marzo. Pedroso capituló con dos de su gente. Matagás se internó en la Ciénaga de Zapata con su tropa, germen de la Brigada de Colón del Ejército Libertador.

Otra fue la historia en Oriente. En el territorio que hoy comprende la provincia de Granma se consumaron 16 pronunciamientos encabezados por el mayor general Bartolomé Masó, quien estableció su cuartel en Bayate, distrito de Manzanillo; mientras por orden suya Amador Guerra y Enrique Céspedes atacaron el fuerte de Cayo Espino, en las inmediaciones de la Sierra Maestra. Al mediodía ya lo habían tomado. Fue la primera acción combativa de la contienda.

En Yara, el coronel Juan Masó Parra se levantó con 80 hombres; en varios puntos de Bayamo, los coroneles Francisco Estrada, Esteban Tamayo y José Manuel Capote, con unos 150; en Jiguaní, el coronel Fernando Cutiño, con un reducido número de compañeros; en Holguín, José Miró Argenter y Ricardo Sartorio, con una docena.

A las 9 a.m. del 24 de febrero, en Guantánamo, se pronunció el coronel Pedro Agustín Pérez, Periquito, en un sincrónico levantamiento que incluyó nueve barrios rurales. En cumplimiento de una orden de Antonio Maceo —relativa a limpiar la costa sur para garantizar el desembarco de las expediciones—, a las 3 p.m Enrique Tudela con 12 hombres atacó el fuerte San Nicolás en Hatibonico, Caimanera, y lo tomó. Se apoderaron de las armas y causaron cinco bajas (dos muertos y tres heridos). Al amanecer del 25 una escuadra abrió fuego contra el cuartel de la Guardia Civil en la ciudad de Guantánamo; en paralelo, Periquito Pérez con otro grupo tomaba el fuerte de Sabana de Coba, en la costa.

En Santiago de Cuba, enfermo de tuberculosis el mayor general Guillermón Moncada arrastró a veteranos y pinos nuevos. Se estableció en Jarahueca, Alto Songo. Poco podía hacer: era un hombre agonizante que en cumplimiento de su palabra marchaba a morir a la sombra de su bandera. En la tarde del 24 de febrero el coronel Victoriano Garzón se levantó en El Caney; en El Cobre, el coronel Alfonso Goulet, junto al delegado del Partido en Santiago de Cuba, Rafael Portuondo Tamayo, a quienes se unió un nutrido grupo de Palma Soriano; en San Luis, el teniente coronel Quintín Banderas; en Loma del Gato, el sargento Silvestre Ferrer Cuevas con 20 hombres incendió el poblado y lo dejó en ruinas.

Baire escuchó el grito de guerra cuando casi acababa la tarde. El capitán Saturnino Lora después de participar en una lidia de gallos, congregó a su gente en la entrada del pueblo y en formación de caballería marchó hasta la plaza, donde efectuó seis disparos. Portaban un pabellón español atravesado por una cruz diagonal blanca (símbolo de la autonomía).

El 27 de febrero Lora entregó el mando al teniente coronel Jesús Sablón, Rabí. Una semana después un “Aviso al público” negaba la independencia: “El jefe del movimiento participa al público que al «¿Quién vive?» de sus avanzadas se contestará «¡España!». «¿Qué gente?». «La autonomía». Lo que se hace público para el general conocimiento. Baire, 3 de marzo de 1895. Por el coronel Jesús Rabí, el coronel Saturnino Lora” (Ubieta, t. II, 1911: 44). Loynaz explica la razón de ello:

“El 24 de febrero, en obediencia a la consigna dada desde La Habana, reuniéronse en la finca Veguita los hermanos Saturnino, Mariano y Alfredo Lora, José Antonio Cardet y sus amigos y Reyes Arencibia con los conjurados de Jiguaní. A esta reunión concurrieron treinticinco autonomistas que al saber la inminencia del movimiento revolucionario manifestáronse decididos a incorporarse a él. Invocando como siempre un falso amor a la libertad de Cuba […] consiguieron interporner entre la intención de aquellos patriotas candorosos y valientes, y la acción revolucionaria el puente mezquino de la sumisión. […] tan pronto sonaron los primeros disparos los mantenedores de la tesis de la sumisión se sometieron de nuevo a España; mientras Rabí, los Lora, los Cardet, los Reyes Arencibia y sus amigos arrojaron al suelo la bandera de la cruz española y enarbolaron en su campamento la bandera de Cuba y la honraron con los triunfos de Las Yeguas, El Cacao y Los Negros” (Loynaz, 2001: 139).

La noche del 24 de febrero Emilio Callejas recibió en el Palacio de los Capitanes Generales a la directiva de los partidos Unión Constitucional y Liberal. Lejos de desintegrase, la cúpula del autonomismo se declaró española y acudió a besarle la mano al gobernador peninsular; luego publicó una declaración de rechazo al levantamiento: “El Partido Liberal Autonomista que ha condenado siempre los procedimientos revolucionarios, con más razón y energía había de condenar y condena la revuelta que se inició el 24 de febrero […]” (Collazo, 2005: 108).

¿Quiénes estaban entre los firmantes?: José María Gálvez, dueño de ingenios azucareros y presidente del partido; Rafael Fernández de Castro, un ideólogo del autonomismo rendido al capital yanqui: “El día que no recibamos los millones yanquis en cambio de nuestros azúcares, dejaremos de existir para la vida culta” —había escrito en la prensa (Le Riverend, 1974: 538); Eliseo Giberga, dueño de un bufete que representaba a las empresas estadounidenses con inversiones en Matanzas y el más importante doctrinario del autonomismo; Rafael Montoro, el más influyente pensador de la reacción, un hombre que por sus dotes de orador ejercía una fascinación dominante que presidió el acto de condecoraciones al Cuerpo de Voluntarios de San Antonio de los Baños cuando finalizó la Guerra Grande; junto a ellos dos “conversos” que dejaron sorprendidos a no pocos: Ramón Pérez Trujillo y otro de los diputados que participó en el golpe de Estado contra Céspedes, el espirituano Marcos García.

Las traiciones entre las filas revolucionarias y la confabulación del gobierno de Estados Unidos con la Corona española —a la espera activa de su oportunidad para intervenir en el conflicto una vez madura la fruta—, impidieron que llegara a la Isla el huracán previsto por Martí, Gómez y Maceo; pero el 24 de febrero de 1895 otra vez tronó en la manigua redentora el grito de ¡Independencia o muerte!

Junto a los veteranos del 10 de Octubre, las nuevas hornadas de combatientes mabises hicieron suya la máxima cespedista de no permanecer de rodillas frente a un poder extranjero, y se levantaron. En República Dominicana y Costa Rica se aprestaban para partir hacia la mayor de las Antillas los tres líderes de la revolución social demandada por las bases populares de nuestro pueblo. Nada ni nadie podría impedir al Apóstol cumplir la promesa en carta a su amigo Manuel Mercado 17 años atrás, cuando supo de la paz del Zanjón: “Mi patria está en tanta fosa abierta, en tanta gloria acabada, en tanto honor perdido y vendido. Ya yo no tengo patria:—hasta que la conquiste” (Martí, t. 5, 2009: 311-312).

Bibliografía:

Betancourt, Ana: “Datos biográficos sobre Ignacio Mora”, en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, no. 1, enero-abril, La Habana, 1968.

Cabrales, Gonzalo: Epistolario de héroes (2ª edición ampliada), Editorial de Ciencias Sociales, 1996.

Collazo Tejada, Enrique: Cuba independiente, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005.

Le Riverend, Julio: Historia económica de  Cuba, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1974.

Loynaz del Castillo, Enrique: Memorias de la guerra, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2001.

Martí Pérez, José: Obras completas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975.

_______________: Obras completas. Edición crítica (1877-1878), La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2009.

Miranda, Ramón Luis: “Últimos días de José Martí en New York”, en Yo conocí a Martí, Centros de Estudios Martianos, La Habana, 2012.

Miró Argenter, José: Crónicas de la guerra, tomo primero, Instituto del Libro, La Habana, 1970.

Pichardo, Hortensia y Fernando Portuondo: Dos fechas históricas: 10 de octubre de 1868. 24 de febrero de 1895, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1989.

Rodríguez García, Rolando: La forja de una nación. Despunte y epopeya, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2005.

Souza Rodríguez, Benigno: El 24 de febrero, flagrante desobediencia a Martí, Academia de la Historia de Cuba, La Habana, 1949.

Ubieta, Enrique: Efemérides de la Revolución Cubana, La Habana, Librería e Imprenta La Moderna Poesía, t. I y II, 1911.

 

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